La fría noche del  Jueves  9 de noviembre de 1989 cayó el Muro de Berlín, 28 años después de su construcción. Mucha tinta ha corrido sobre las consecuencias de esa caída, casi tanta, como sobre la caída de Adán  y su expulsión del Paraíso.

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Sin embargo, no es frecuente que se analice como afectó a quienes celebraron su demolición, particularmente, la sociedad estadounidense y, en especial, su columna vertebral: la clase media.

Irónicamente, las dos victorias cruciales de la Guerra Fría, una política, la otra económica, hundieron a la población del derrotado bloque soviético en la pobreza, al tiempo que dejaron el terreno allanado para el declive socioeconómico de la clase media norteamericana, convirtiendo el sueño americano en una pesadilla.

Es simple. El desmantelamiento del bloque soviético fue el detonante de la era global deflacionaria: los precios cayeron en todas partes pero –especialmente- se derrumbaron los salarios en todo el mundo industrializado. La deflación fue consecuencia del flujo de la antigua mano de obra del mundo comunista hacia la economía global.

Mientras el mundo alentaba a los europeos del Este a cruzar la “Cortina de Hierro” hacia Occidente en busca de libertad y prosperidad, las economías industrializadas avizoraron que no podían absorber la nueva y creciente oferta de mano de obra. Simplemente, había demasiada gente y no se contaba con suficiente capital para emplearla.

Ello tuvo consecuencias deflacionarias, porque los trabajadores rusos y del Este europeo tenían que aceptar sueldos muy por debajo de los estándares normales en Occidente. Éste proceso generó la primera oleada de reducción de los salarios de los trabajadores europeos. EE. UU. no escapó de ésta tendencia. Desde 1989, los ingresos de los sectores medios norteamericanos disminuyeron considerablemente.

Ese flujo de trabajadores del antiguo bloque soviético fue el detonante de un cambio estructural en el mercado de trabajo global. Los últimos 20 años, no sólo los trabajadores europeos del Este y rusos, sino también los chinos, indios y asiáticos que, antes de la caída del muro trabajaban en economías cerradas y fuera del mercado mundial, se ganaron la entrada en la economía global. Se estima que, a comienzo de la década de 1990, la oferta de trabajadores se duplicó.

La competencia en el mercado de trabajo se volvió feroz. Las corporaciones empezaron a reclutar esa enorme reserva de trabajadores extranjeros baratos y, para ahorrar costos, apelaron a la subcontratación, la flexibilización laboral y el traslado de los centros de producción a la periferia. Los trabajadores occidentales vieron como los trabajos desaparecían delante de sus narices.

En la Alemania unificada, por ejemplo, los sindicatos estuvieron de acuerdo en la reducción de salarios y el alargamiento de la jornada laboral, para evitar que las empresas trasladaran la producción hacia el Este de Europa. La ausencia de un nuevo contrato social global y la flexibilización laboral, redujeron en gran medida el poder de negociación de los trabajadores occidentales.

Aún así, entre la clase media industrializada, son los estadounidenses los que más sufren el nuevo fenómeno. Mientras los beneficios sociales y el bienestar norteamericanos se truncaron de raíz (desde Reagan a George W. Bush), los europeos aún disfrutan de ciertas coberturas sociales en materia de educación, salud y vivienda, subvencionadas por el Estado.

Las perspectivas para las futuras generaciones parecen aún más siniestras. Mientras continúe siendo más barato producir en el extranjero que en el mercado local, los sueldos del mundo industrializado continuarán estancados. El empobrecimiento de la clase media puede extenderse durante décadas, hasta que los salarios de los países periféricos o emergentes alcancen los niveles de Occidente.

Si los sueldos de China se duplicaran cada década, como lo hicieron en la década de los 90’s, la transformación del mercado laboral podría operarse en 40 o 50 años, momento en el cuál, presumiblemente, los sueldos occidentales empezarán a subir otra vez y el equilibrio entre el capital y el trabajo podría restablecerse.

Irónicamente, la disolución, no el auge, del comunismo es el azote para la mano de obra occidental.

Las ventajas comparativas son la columna vertebral del mercado internacional. La deslocalización y subcontratación han provocado que el comercio exterior de EE.UU. cayera un 12% entre 1989 y 2006.

La absoluta e invencible ventaja comparativa de China se basa en una fuente inagotable de mano de obra barata. La naturaleza salvaje de éste fenómeno ha alterado las relaciones comerciales entre China y los EE. UU. Éste último es el gran receptor de las exportaciones chinas pero, en lugar de enviar sus manufacturas de vuelta a China, le exporta su deuda.

El sistema es simple. Un río de dólares fluye de Norteamérica a China, creando un superávit de dólares en la balanza comercial china. Para compensar el superávit comercial China compra bonos del Tesoro estadounidense e incrementa sus reservas en dólares. Dos corrientes idénticas de dólares cruzan el Pacífico, la que se mueve hacia el Oeste compra productos chinos, la otra yendo hacia el Este compra deuda de los Estados Unidos.

La peculiar interdependencia entre EE.UU. y China constituye una amenaza para el comercio internacional. Hasta hoy, la ventaja comparativa de China, su mercancía barata, ha sido igualada por la ventaja comparativa de EE. UU., el consumo. Éste voraz gasto va desde el “patológico” consumo de la clase media norteamericana, hasta el asombroso déficit del gobierno para financiar la “guerra global contra el terrorismo”.

Ninguna de esas dos distorsiones se puede prolongar en el tiempo.

La crisis financiera y del crédito que estalló en 2008 acabó con la ilusión del consumismo eterno, demostrando que el sueño americano era sólo eso: un sueño. Un hombre bien pagado conduciendo un brillante Ford hacia el trabajo, una bella esposa disfrutando de aparatos eléctricos, dos preciosos niños yendo en bicicleta a la escuela en un barrio de calles idénticas, todas esas imágenes crearon una ilusión ideada por los mercaderes del sueño. Durante casi 60 años, la prosperidad ha hecho que los norteamericanos sostuvieran esa fantasía y la ilusión de que la clase media tenía la llave de la tierra de la oportunidad.

El desfile de transformaciones del capitalismo, desde la caída del Muro de Berlín, ha venido a desvanecer el sueño americano de la clase media, develando la naturaleza salvaje del mundo en el que habitan, acentuando la incertidumbre económica y la ausencia de gobernabilidad del proceso de globalización.

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