1.- INTRODUCCIÓN:

La Historia, como decía Hegel, debe concebirse como un ejercicio tendiente a la universalidad, no como episodios aislados o autorreferenciales. Los grandes procesos históricos tienden a difundirse a escala global. Nuestra historia no puede ser comprendida sino en el contexto de las tendencias y movimientos regionales y mundiales, en que los procesos nacionales se desarrollan.

Por tanto, nuestra metodología para explicar las invasiones inglesas de 1806 y 1807, se propone ir de lo más general a lo más particular. Ello nos obliga a construir una  visión de la geopolítica mundial -de aquel momento- describiendo tres escenarios: 1) Las luchas por la hegemonía en el Viejo Mundo; 2) Los acontecimientos que se desarrollaban en España; y 3) La situación de las colonias españolas de América del Sur y, en especial, los actores y las luchas por el control del Río de la Plata.

La respuesta al interrogante sobre qué pasaba -simultáneamente- en cada uno de esos escenarios, será el contenido de nuestra exposición. Aliento la esperanza que este tipo de análisis nos acerque a una explicación sobre la razón de esas invasiones, su fracaso y las consecuencias polìticas y económicas que desencadenaron.

En la parte final, intentaremos -en apretada síntesis- destacar la presencia notarial en tan críticos momentos de nuestra historia patria.

2.- LAS LUCHAS HEGEMÓNICAS EN EL VIEJO MUNDO

Al despuntar el Siglo XIX el Viejo Mundo presencia la decadencia de dos Imperios clásicos: el Español y el Otomano, al tiempo que aparecían –con una pujanza enorme- dos Imperios modernos Inglaterra y Francia. Estos últimos se habían lanzado a la conquista desenfrenada de las colonias que pertenecían a los imperios moribundos, a “los enfermos de Europa”.

A su vez la secular rivalidad franco-británica se exacerba con el estallido de la Revolución Francesa y el posterior ascenso de Napoleón, en un período de 25 años, que va desde 1789 hasta la derrota de Bonaparte en Waterloo y el pacto de la Santa Alianza en 1815.

En el marco de esa guerra “interimperial” entre Inglaterra y Francia, quien primero fue aliada y después ocupante de España, quedan enmarcadas las invasiones inglesas.

El marco temporal de este trabajo es reducido, abarca desde la ruptura de la Paz de Amiens (1802-1803) hasta 1808 con la invasión napoleónica a España y Portugal que provocó la prolongada Guerra Peninsular y desencadenó los procesos independentistas de nuestra América. El período en estudio coincide, precisamente, con los dos intentos ingleses de apoderarse del Río de la Plata.

A partir de 1804 Bonaparte ya consolidado y autoproclamado Emperador y aliado con España comenzó a soñar con cruzar el Canal de la Mancha, dominar sus dos riberas, es decir, invadir las islas británicas. Para ello movilizó un ejército de 150.000 hombres que estacionó en Boulogne.

El principal obstáculo para sus planes era la superioridad naval inglesa que, desde la segunda mitad del siglo XVIII tenía un dominio indiscutible sobre los mares y ejercía un férreo bloqueo continental sobre Europa. Está situación, con matices, se prolongó por 11 años, entre 1804 y 1815 cuando se libra la batalla de Waterloo.

España como aliada de Francia era una presa codiciada de la Armada Británica. Entre 1702 y 1804 ambos países mantuvieron seis conflictos armados, donde se demuestra la superioridad de la Armada Inglesa. Como resultado de esa belicosidad y la decadencia de la “Armada Invencible”, España fue espaciando sus comunicaciones y provisiones a sus colonias americanas. La protección de sus dominios se vio seriamente debilitada. El último regimiento de infantería llegado a Buenos Aires desde Burgos, lo hizo en 1784.

Para la flota aliada franco-española era vital romper el bloqueo inglés, asestando un golpe a la armada británica en un escenario de guerra alejado del Canal de la Mancha. El enfrentamiento se produce, finalmente, el 21 de Octubre de 1805 en Trafalgar, cerca de Cadiz.

La pericia del Almirante Nelson determinó el triunfo total de los británicos. La flota aliada quedó prácticamente aniquilada y perdió 2.400 hombres. Por el lado inglés murieron alrededor de 1.500 marinos, entre ellos el Almirante Nelson.

Bonaparte, con su fino sentido estratégico, comprende que la clave de su expansión no reside en los mares y decide hacer valer su superioridad terrestre ocupando el espacio geográfico, militar y económico europeo. Es decir al bloqueo naval británico le opone el bloqueo terrestre del continente, congelando a la Isla en su “espléndido aislamiento”. De esta manera le cierra todos los mercados europeos a las manufacturas inglesas, el enorme excedente productivo de la Revolución Industrial se queda sin los mercados estratégicos para su crecimiento.

Cuarenta y dos días después de Trafalgar, Bonaparte derrota al ejército austro-prusiano en la batalla de Austerlitz, al norte de Viena e inicia una verdadera “blitzkrieg”. En tres meses y medio evita la mayor amenaza bélica en el frente continental por parte de Austria y Rusia con quienes celebra la Tercera Coalición, para luego derrotarlos en su propio terreno: primero a Austria en la batalla de ULM y luego, juntos a Austria y Rusia.

El avance napoleónico parece incontenible hasta que el Zar Alejandro I de Rusia se presta a suscribir el Pacto de Tilsit, en 1807. Este representa uno de los momentos más altos de la historia política, militar y diplomática de Europa. El encuentro de los dos gigantes continentales Francia y Rusia, coincide con la segunda invasión inglesa a Buenos Aires. El pacto, en esencia, fue el reparto de esferas de influencia en una nueva alianza que incorpora, esta vez, a Rusia al Sistema Continental anti-británico. Luego de Tilsit, queda planteado un nuevo esquema de distribución del poder en Europa.

Como se puede apreciar, después de Trafalgar y Austerlitz, el poder quedó repartido: los mares para Inglaterra y el continente para Bonaparte. Dicen que el primer Ministro inglés William Pitt al conocer el triunfo de Napoleón en Austerlitz, enrolló el mapa de Europa diciendo: “Durante los próximos diez años, no lo necesitaremos”. Y fue profético, porque diez años después aconteció Waterloo.

Ante ese panorama Inglaterra salió a conquistar nuevos mercados. Francisco de Miranda, un revolucionario venezolano, le había presentado en 1790 al entonces Primer Ministro Pitt un plan de conquista de las colonias españolas de América del Sur, diciéndole en su informe: “Sudamérica puede ofrecer con preferencia un comercio muy vasto y tiene tesoros con que pagar puntualmente los servicios que se le hagan…combinando un plan de comercio recíprocamente ventajoso, ambas naciones podrán constituir la Unión Política más respetable y preponderante del mundo”.

3.- EN ESPAÑA SE PONE EL SOL

A comienzo del siglo XIX en el orgulloso Imperio de Carlos V comienza a ponerse el sol, mientras transita su lenta e ingloriosa decadencia. La razón es la debilidad o ausencia de una burguesía industrial, único y verdadero elemento centralizador de los estados modernos.

Ortega y Gasset diría, más tarde, en el “Espectador”: “a España le había faltado el siglo educador (…) Cuando más se medita sobre nuestra historia más clara se advierte la desastrosa ausencia del siglo XVIII. Este ha sido el triste destino de España, la nación europea que se ha saltado un siglo insustituible.” Ortega aludía al siglo de las luces que fue el siglo del triunfo político e intelectual de la burguesía moderna.

Al extender en el tiempo las instituciones y formas de organización feudales, España no solo frustró la emancipación de la personalidad sino que impidió el desarrollo de las fuerzas productivas, que estaban transformando la economía y la sociedad europea.

Mientras Europa desarrolla el capitalismo y la burguesía conquista el poder político, España se queda al margen del proceso, fuera de Europa y, en cierto sentido, de ese Occidente magnético que dará cosas tan importantes al mundo.

En su viaje a la península Sarmiento dirá: “He estado en Europa y en España”, disociando despectivamente a la tierra ibérica del tronco continental. En esos tiempos se hablaba de la “desafricanización” de Europa y su integración al orbe técnico y espiritual del Viejo Mundo.

El carácter históricamente atrasado de Europa hizo decir a muchos de sus hijos más insignes que Africa comenzaba en los Pirineos y esa era la desgracia nacional de España.

La burguesía española había sido frecuentemente aplastada. Una de ellas fue la derrota de la sublevación de los Comuneros de Castilla y de las Hermandades de Valencia. Esa tentativa anti-feudal fracasada de las ciudades españolas (ya en el siglo XVI) ahogó el poder económico de los centros urbanos, los derechos del “Tercer Estado” y las reivindicaciones de las masas populares.

La unión de la monarquía, la iglesia y la nobleza, totalmente sobrevivida, fue fatal para el crecimiento económico de España. El duelo clásico se entabló entre la España negra y la España revolucionaria, es decir liberal.

Las inmensas riquezas de la lejana América que constituían un patrimonio personal de la monarquía, fueron inyectadas en las arterias esclerosadas de una sociedad agonizante. Los metales preciosos bañados en la sangre de los indígenas americanos, aceleraron la crisis de España.

La ausencia de un proceso industrial imprimió su sello a la exhausta economía española. Al depreciar la moneda y elevar los salarios, todos los precios se fueron a las nubes: tales fueron los resultados de la lluvia de oro proveniente del Nuevo Mundo, sobre una sociedad parasitaria y rentística, compuesta de clérigos, nobles y mendigos. La “revolución de los precios” arruinó a la España Imperial.

Si su gloria nunca estuvo más alta que en los siglos del descubrimiento y la conquista de América, la formidable empresa destruyó los fundamentos de la sociedad española.

Un rey burócrata y sombrío, espejo de un mundo en disgregación, gobernaba el maravilloso país de Alfonso el Sabio. Felipe II abandonaría la explotación de las minas españolas, haciéndolas sellar para “no depreciar el valor del oro de las Indias”. Durante su reinado la población de España desciende de 10 a 8 millones de habitantes.

En el gobierno de Carlos V había en Sevilla 16 mil telares de seda y lana; cuando sube al trono Felipe II solo quedan 400. A comienzos del siglo XVIII, el siglo que asistirá al triunfo de la Revolución Francesa y la Independencia de las colonias Norteamericanas, la situación de España podía reflejarse en unas pocas cifras: si dejamos de lado el ejército de hombres de sotana, había 722.724 nobles; 276.900 criados de nobles; 50 mil empleados públicos; 19 mil empleados en otros ramos y 2 millones de mendigos.

Toda la España posterior del chulo y el torero estaba prefigurada en esa desdichada tierra de frailes, nobles y mendigos, envuelta en las miasmas feudales del imperio en ruinas, que caracterizó históricamente el poder de los Austria.

Al ingresar al siglo XIX el águila napoleónica dominaba el cielo de Europa. En su lucha gigantesca contra Inglaterra, Bonaparte se vio obligado a invadir España. Gran Bretaña encabezaba el bloque continental contra la Revolución Francesa, cuya potencia irradiante no había muerto con la entronización de Bonaparte. Los jacobinos sobrevivientes de la ola thermidoriana eran generales de Bonaparte y todo su régimen trasudaba capitalismo, código civil, relaciones burguesas de producción, secularización de las costumbres, nuevos tiempos. Por eso Inglaterra le salió al paso al Emperador quien, esclavo de su estrategia anti-inglesa y del mesianismo derivado del poder único, envió sus tropas a España.

Todo el edificio dinástico se derrumbó. La Corte se rindió a la voluntad de Bonaparte. Fernando, el heredero del trono, se arrodilló ante el invasor que impuso a su hermano José como nuevo Rey de España. El núcleo de los “afrancesados”, es decir el sector ilustrado de la nobleza liberal que rodeaba a la Corte desde Carlos I, colaboró con el rey francés. Cometió el trágico error de ver a los extranjeros bajo el resplandor de la Revolución Francesa, cuyas conquistas ambicionaban para España.

Para los intelectuales “afrancesados” revestía mayor importancia el conjunto de medidas que Napoleón adoptó durante su breve hegemonía en España, que la resistencia nacional del pueblo contra el invasor; pero esto último, que se reveló esencial, debía implicar necesariamente la modernización política y la liquidación de la monarquía.

Durante su permanencia en España Bonaparte suprimió la Inquisición, redujo a un tercio los conventos existentes, derogó los derechos feudales y barrió las aduanas interiores. Pero la tremenda importancia histórica de estos actos resultaba inferior al movimiento de masas que el invasor extranjero suscitó. El pueblo en armas reproducía, a su manera, la revolución francesa y se plegaba con su instinto profundo al siglo XIX.

A esa crisis respondió todo el pueblo de España el 2 de mayo de 1808, iniciando el levantamiento nacional que constituye una de las páginas más heroicas de la historia moderna. Perez Galdós habrá de perpetuar en su ciclo novelesco las grandes jornadas, iluminadas en las escenas goyescas plenas de arte y tragedia. No olvidemos ese 2 de mayo en Madrid.

De ese levantamiento arranca la existencia histórica de los americanos del sur. Solo estuvieron con el pueblo español algunos sectores del Ejército, que se lanzaron a organizar la guerra de guerrillas y que mantuvieron en jaque a los generales napoleónicos durante seis años.

La restauración de Fernando VII acarreó a España un siglo y medio de frustración y nos lanzó a la independencia, para no capitular ante la reacción absolutista.

Pero esa independencia, privada de un núcleo centralizador en América Latina, como soñaba Bolivar, nos costó la unidad nacional sudamericana.

La fragmentación política que sobrevino le hizo decir a un historiador argentino: “Somos argentinos porque fracasamos en ser americanos. Y somos un país porque no pudimos constituir una Nación. Ahí se encierra todo nuestro drama”.

4.- SITUACIÓN EN EL RÍO DE LA PLATA

Ya hemos visto el marco trágico de declinación y colapso del Imperio Español, en que se escenifican las invasiones inglesas de 1806 y 1807.

Por otra parte, la idea de extender el dominio británico a Sudamérica fue recurrente en Londres, antes y después de 1800.

Tras perder los Estados Unidos y ante la posibilidad de que Francia se adueñara del continente europeo, Gran Bretaña sintió la necesidad de expandirse. Había producido la Revolución Industrial y necesitaba mercados para sus productos. Estaba en condiciones de conquistar esos mercados por medios militares, sobre todo apoyándose en la supremacía de su armada.

Y así lo hizo. El proceso comenzó en la India. La Compañía de las Indias Orientales cumplió un papel determinante. Su poderosa Junta de Contralor (Board of Control) se convirtió en el Cuartel General de la mayoría de quienes planeaban conquistas, no solo en la India sino también en el Caribe y Sudamérica.

En ese contexto de búsqueda de mercados, tuvieron eco en Londres las ideas del revolucionario venezolano Francisco de Miranda, personaje novelesco que fue amante de Catalina de Rusia, soldado de Washington y general de la Revolución Francesa. Ya mencionamos el plan que, en marzo de 1790, le había preparado al, entonces, Primer Ministro Pitt, para conquistar las colonias españolas de Sudamérica.

En 1806, Miranda intentó una invasión a Venezuela desde los Estados Unidos, pero fracasó por falta de apoyo local. Ese mismo año convenció a su amigo Sir Home Popham de que ningún español americano se opondría a una invasión inglesa al Río de la Plata. La operación, largamente madurada, se ponía en marcha.

¿Qué pasaba en esos momentos en Buenos Aires? El Cabildo se ocupaba de establecer multas para los vecinos que no destruyeran a las hormigas y las ratas de sus casas y recordaba que el 14 de mayo sería feriado para dedicar cultos solemnes a los santos Sabino y Bonifacio que, según se creía, eran los encargados de proteger a la Ciudad de esas plagas.

La noche del 24 de junio de 1806, el Virrey Sobremonte asistía a una función de teatro en la Casa de las Comedias, donde se representaba la obra de Moratín “El sí de las niñas”. Estaba muy entretenido cuando recibió una Comunicación del Comandante de la Ensenada de Barragán, capitán de navío francés Santiago de Liniers, en la que le informaba que una flota de guerra inglesa se acercaba y que había disparado varios cañonazos sobre su posición.

A las 11 de la mañana del 25 los ingleses desembarcaron en Quilmas y en pocas horas tomaron Buenos Aires.

El Virrey Sobremonte huyó y trató de salvar los caudales públicos, pero éstos fueron finalmente capturados por los británicos. Dentro del mítico baúl podían contarse 1.291.323 pesos de plata. Parte del botín se repartió entre la tropa. A los Jefes de la Expedición William Carr Beresford y Home Riggs Popham les correspondieron, respectivamente, 24.000 y 7.000 libras, y el resto, más de un millón, fue enviado a Londres donde fue paseado triunfalmente por sus calles.

Beresford, en su primera proclama dice que la población de Buenos Aires está “cobijada bajo el honor, la generosidad y la humanidad del carácter británicos”.

El Almirante Pophan le escribía a Miranda: “Mi querido General: Aquí estamos en posesión de Buenos Aires, el mejor país del mundo…me gustan los sudamericanos prodigiosamente”.

Miranda le contestará en tono de advertencia: “¿ Cómo quiere Usted que 18 millones de habitantes, establecidos sobre el continente más vasto e inexpugnable de la tierra, situado a distancia de 4 a 6 mil millas de Europa…sean conquistados y subyugados hoy por un puñado de gente que viene a mandarles como amos? No, mi querido amigo, la cosa no es natural, ni practicable, ni posible”.

Buenos Aires será por 46 días una Colonia Inglesa. El Times de Londres decía: “En este momento Buenos Aires forma parte del Imperio Británico y cuando consideramos las consecuencias resultantes de tal situación y sus posibilidades comerciales, así también su influencia política, no sabemos como expresarnos en términos adecuados a nuestra idea de las ventajas que se derivarán para la nación a partir de ésta conquista”.

Beresford comenzó a ser visitado por los obsecuentes de turno mientras los oficiales ingleses alternaban con las principales familias porteñas, en cuyas casas se alojaban, y donde se sucedían fiestas en homenaje a los invasores. Era frecuente ver a las Sarratea, las Marcó del Pont, las Escalada y otras niñas, paseando por la Alameda (actual Leandro N. Alem) del brazo de los ocupantes.

Pero la mayoría de la población que era hostil a los invasores y estaba indignada por la ineptitud de las autoridades españolas, decidió prepararse para la resistencia. Dos catalanes Felipe Sentenach y Gerardo Esteve y Llach, propusieron volar el Fuerte y todas las posiciones inglesas. Martín de Álzaga, fuerte comerciante monopolista, al que perjudicaba como a nadie el libre comercio decretado por Beresford, estaba dispuesto a financiar cualquier acción contra los invasores.

Alquiló una quinta en Perdriel, cerca de Olivos, que fue utilizada como campo de entrenamiento militar de las fuerzas de la resistencia. El Jefe del Fuerte de la Ensenada de Barragán, el marino francés Santiago de Liniers, se trasladó a Montevideo y comenzó a organizar las tropas para la reconquista de Buenos Aires. Cumplida esta tarea, desembarca con sus tropas en Buenos Aires y, pocas semanas después, obliga a Beresford –tras haber perdido 300 hombres- a rendirse el 12 de agosto de 1806.

El Times no salía de su asombro: “El ataque sobre Buenos Aires ha fracasado y hace ya tiempo que no queda un solo soldado británico en la parte española de Sudamérica (recordar el fracaso de Miranda en Venezuela). Los detalles de este desastre, quizás el más grande que ha sufrido este país, desde el comienzo de la guerra revolucionaria, fueron publicados en el número anterior”.

Ante la ausencia del Virrey Sobremonte, un Cabildo Abierto otorgó a Liniers el mando militar de la Ciudad, como corolario de una “pueblada” a cuyo frente iban Juan José Passo, Juan Martín de Pueyrredón, Joaquín Campana y el actor José de Labardén.

Frente a la posibilidad de una nueva invasión, los vecinos se movilizaron para la defensa, formando milicias, ante el fracaso de la tropa regular española. Todos los habitantes de la Ciudad se transformaron en milicianos. Liniers permitió que cada hombre llevara las armas a su casa y puso a cargo de cada jefe las municiones de cada unidad de combate.

Los nacidos en Buenos Aires formaron el Cuerpo de Patricios, en su mayoría eran jornaleros y artesanos pobres; los del interior, el de Arribeños, porque pertenecían a las provincias de “arriba”, compuesto de peones y jornaleros; los esclavos e indios, el de Pardos y Morenos. Por su parte, los españoles se integraron en los cuerpos de gallegos, catalanes, cántabros, montañeses y andaluces. En cada milicia los jefes y oficiales fueron elegidos democráticamente por la tropa.

Entre los jefes electos se destacaban algunos jóvenes criollos que accedían, por primera vez, a una posición de poder y prestigio. Allí estaban Cornelio Saavedra, Manuel Belgrano, Martín Rodríguez, Hipólito Vieytes, Domingo French, Juan Martín de Pueyrredón y Antonio Luis Beruti.

La ciudad se militarizó pero también se politizó. Las milicias eran ámbitos naturales para la discusión política y el espíritu conspirativo fue tomando forma lenta pero firmemente.

Dentro de ese clima, Saturnino Rodríguez Peña se puso al habla con el General Beresford, prisionero en Luján, para interesarlo en la emancipación americana. Se trataba de convencerlo que, por las armas, Gran Bretaña solo ganaría enemigos en estos países y ofrecerle la libertad si apoyaba estas ideas. El General británico se mostró favorable al proyecto y se ofreció a darlo a conocer al conquistador de Montevideo General Auchmuty y al gobierno inglés. En consecuencia, con la complicidad de varios amigos y el conocimiento de Álzaga y Liniers, Rodríguez Peña ayudó a fugar a Beresford el 17 de febrero de 1807.

Tal como se preveía, en junio de 1807, una nueva expedición inglesa, esta vez al mando del Almirante Whitelocke, al frente de 12 mil hombres y 100 barcos mercantes cargados de productos británicos, trató de apoderarse de Buenos Aires. Tras vencer las primeras resistencias, los invasores avanzaron sobre la Ciudad.

La Capital ya no estaba indefensa. Liniers y Álzaga, habían alistado 8.600 hombres y organizado a los vecinos. Los improvisados oficiales habían sido civiles hasta pocos meses antes, como el hacendado Cornelio Saavedra.

Cuando los ingleses pensaban que volverían a desfilar por las estrechas calles, desde balcones y terrazas fueron recibidos a tiros, pedradas y torrentes de agua y aceite hirviendo. Entre sorprendidos y chamuscados los británicos optaron por rendirse. En el Acta de Capitulación pretendieron, infructuosamente, incluir una cláusula que los autorizara a vender libremente la abundante mercadería traída en los barcos.

El 28 de Enero de 1808 comenzó en Londres el juicio contra Whitelocke. Por momentos intentó su defensa diciendo que “esperaba encontrar una gran porción de habitantes preparados para secundar nuestras miras. Pero resultó un país completamente hostil”.

El fallo fue durísimo, se le dio de baja e inhabilitó para servir a S.M. en ninguna función militar. Whitelocke concluyó su alegato así: “No hay un solo ejemplo en la historia que pueda igualarse a lo ocurrido en Buenos Aires donde, sin exageración, todos los habitantes libres o esclavos, combatieron con una resolución y una pertenencia que no podía esperarse del entusiasmo religioso o patriótico, ni del odio más inveterado”.

El fracaso de Popham y Beresford, agravado por el de Whitelocke, cambió el rumbo de la estrategia británica. Hasta entonces se había discutido, en Londres, si Inglaterra debía procurar la conquista o la emancipación de Hispanoamérica. Uno de los sostenedores de ésta última posición fue Thomas Maitland.

Los hechos habían dado la razón a Maitland. No solo se había reafirmado su visión estratégica (“nada sustancial se puede lograr sin atacar por ambos lados”, es decir, por el Atlántico y por el Pacífico), sino que se había probado la sabiduría política de su propuesta de promover la emancipación.

Su Plan era, indudablemente, la emancipación de estos países y advertía que Gran Bretaña no debía caer en la tentación de la conquista. Maitland desalentó la idea de obtener riquezas inmediatas, sugirió que era más fácil invadir estos territorios que mantenerse en ellos y alertó contra el riesgo del aventurerismo, que podía granjearle a Gran Bretaña “la aversión de los habitantes”.

Inglaterra -a juicio de Maitland- debía alentar la independencia de las colonias españolas para luego, “inducir a los habitantes de los nuevos países a abrir sus puertos a las manufacturas provenientes de Gran Bretaña y de la India”.

Las expediciones de 1806 y 1807 estuvieron inspiradas en otros propósitos y merecieron, por eso, la condena de Miranda a Pophan por haber entrado en el Río de la Plata como un amo confiscador en lugar de un aliado y sostén de la independencia, para beneficio del beneficio del comercio y el intercambio. Agrega Miranda: “La conquista puso ser un plan de Beresford y Pophan, pero ciertamente no lo fue de los Ministros británicos que lo concibieron como Lord Melville, Mr. Pitt y Mr. Addington, ni tampoco el mío”.

Fue necesario un desastre en el Río de la Plata para demostrar que la política recomendada por Maitland era la única posible.

Aún después del desastre una tercera expedición a América del Sur no quedó completamente descartada. Empezó a especularse que conquista y emancipación podían combinarse. Tomar el control de una sola colonia podía ofrecer una base de operaciones desde la cuál brindar apoyo efectivo a los movimientos independentistas de otras colonias.

El General Sir Arthur Wellesley, luego Duque de Wellington, Fue designado al frente de un ejército de 10 mil soldados estacionado en Irlanda que junto a otros 5 mil hombres estacionados en Cadiz, partieran rumbo a Hispanoamérica.

Sin embargo, en el verano de 1808 la invasión napoleónica a España y Portugal, convierte a España en aliada de Inglaterra, quien cesó todas sus hostilidades contra la primera, con lo que terminó un largo período de confrontación. El ejército que debía invadir Hispanoamérica fue derivado a la Península para ayudar a la resistencia portuguesa y española. Fue el Secretario de Guerra George Canning, un discípulo de Pitt y ardiente partidario de la independencia sudamericana, quien convenció al Gobierno de S.M. de cancelar la expedición a Sudamérica, hasta que Wellesley detuviera a Bonaparte en la Península.

Inglaterra continuó presente en el escenario histórico de Hispanoamérica, por otros medios, fundamentalmente, a través del comercio marítimo internacional. Con las Provincias Unidas del Río de la Plata celebró un Tratado de Paz y Amistad, en 1825, que echó las bases de su influencia económica y comercial en la región. Después de 1853 consolidará su influencia polìtica, económica, financiera y cultural, durante un siglo, gravitando decididamente en la formación de la Argentina moderna.

5.-INTERVENCION NOTARIAL DURANTE LAS INVASIONES

En el acta de los acuerdos del Cabildo de Buenos Aires, del 30 de octubre  de 1805, se registra que don Justo José Núñez presentó su título de Escribano Publico y de Cabildo, librado a su favor por la Superioridad, con la certificación del escribano de Cámara don Marcelino Calleja Sanz, en que consta “haber prestado el correspondiente juramento y haber sido admitido el uso y ejercicio de su empleo”.

Y una semana después el 6 de noviembre de 1806, aparece la firma de Nuñez, autorizando el primer acuerdo del Ayuntamiento.

¿Quién era este notario que habría de resultar pronto el cronista fiel de los acontecimientos de 1806 y 1807, cuando las invasiones Inglesas, con la coronación feliz de la Reconquista y de la Victoria final tras la histórica Defensa?

Había nacido en Buenos Aires el 8 de agosto de 1766. Era hijo de otro notario que había sido, antes que él,  también, Escribano del Cabildo de Buenos Aires y se llamaba don Pedro Núñez y Alonso, natural de Madrid y llegado al Río de la Plata en 1760, y de doña Isabel Chavarria y del Castillo.

Realizó, Justo José Núñez, estudios de teología y otras materias, como consta en el libro de Matrículas de los Reales Estudios.

Era ya abogado de la Real Audiencia Pretorial – según se deja constancia en el Acta de su matrimonio – cuando, a los 32 años de edad, casó  con doña Maria Nemesia de Somalo, hija de coronel don Juan de Somalo y de doña Ana de Arroyo.

Con el acta de Acuerdo del Cabildo del 6 de noviembre de 1805 inicia don Justo José Núñez la que habría de ser una tarea por muchos motivos relevante y trascendente, cumplida con singular capacidad y dedicación y un invariable decoro de conducta, a través de dieciséis años, hasta la supresión del Cabildo, la redacción de del que último acuerdo, del 31 de diciembre de 1821, se cierra con su firma de fedatario.

Ha seguido las huellas y el ejemplo, y prolongado la labor cumplida por el anterior escribano mayor del Cabildo, en años del Virreinato: su propio padre, el notario don Pedro Núñez y Alonso, a quien tiene el honor de suceder en el cargo que aquel desempeñó, desde el 21 de octubre de 1773 hasta su muerte, el 16 de octubre de 1801.

No imaginó, sin duda, el licenciado Nuñez, que habrían de ser tan fecundos en acontecimientos los años 1806 y 1807 y tan intensa su labor de Escribano del Cabildo. Los invasores ingleses fueron la causa de tal alteración de la paz de la ciudad.

Núñez, que tan prolijamente dejará escrita en las actas del Cabildo la historia de los acontecimientos del año 1807, no tiene ocasión de realizar igual tarea en 1806. Su labor, más que en la redacción del acta de los acuerdos estuvo, ese año y en aquellos días, fuera del Cabildo mismo, cumpliendo misiones que se le encomendaran, y realizando tareas de ordenamiento y coordinación de las fuerzas civiles cuya espontánea e improvisada formación se realizaba al conjuro de la viril determinación de castigar la insolencia del invasor.

Sólo un acta – la del 25 de junio de 1806 – da cuenta de la alarma llegada al Cabildo, dejándose constancia en estos términos: “con motivo de haberse presentado a la vista  diez velas enemigas al aclarar el día, tocándose generala, y hecho seña en la fortaleza con tres cañonazos, se juntaron inmediatamente en la Sala de Acuerdos los señores alcaldes de 1ro. y 2do. Voto y los regidores”.

La rápida organización de cuerpos voluntarios para resistir al invasor y las jornadas de heroica lucha en que intervienen militares y civiles, criollos y españoles, hombres y mujeres – la población total  de la ciudad, erguida en defensa de su honor ofendido – es historia que se escribe en las calles y no está en las actas del Cabildo. El puesto del licenciado Núñez está, por supuesto, en la resistencia heroica.

Todo sucede como sabemos, bajo la valerosa dirección de los jefes militares y civiles. Sólo en un nuevo libro de acuerdos, que inicia Nuñez con el correspondiente al día 13 de agosto, queda registrada la noticia la Reconquista. El acta de Núñez dice así:

“Se trato sobre que habiendo sido reconquistada esta ciudad el día de ayer, por la energía de nuestras armas, y por medio de una victoria la más gloriosa, que quiso concedernos el Dios de los Ejércitos; era indispensable acordar ante todo y sin perdida de momentos el modo de darle gracias por tan singular beneficio, y los medios de asegurar la victoria”.

Eso se trató al día siguiente, en un congreso general convocado por el Cabildo para ese 14 de agosto de 1806, día en que  “el pueblo hizo de las suyas” imponiendo junto con las milicias, la designación de Liniers, como jefe de las tropas, en vez del virrey, como lo establecían las Leyes de Indias.

Hay que informar a su Majestad de lo ocurrido con la Invasión de los Ingleses y la reconquista de la ciudad. El 24 de octubre se nombra para cumplir esa tarea a don Juan Martín de Pueyrredón. A don Justo José Núñez le toca la tarea de extender “los testimonios del encargo”. Y, como era de práctica, dos escribanos vecinos de la ciudad debían certificar sobre la autenticidad de la firma de Nuñez. Lo hacen en estos términos:

“Los escribanos vecinos de esta ciudad: Damos fe que el licenciado don Justo José Núñez de quien va signado y firmado el presente, es tal escribano público y de cabildo  como se titula, fiel, legal y de toda confianza, y a sus semejantes siempre se les ha dado y da entera fe y crédito en juicio y extra de él; y para que conste damos la presente, fecha ut – supra. (Fdo) Manuel Francisco de Oliva, escribano de su majestad. Juan Cortés, escribano de su majestad, publico y de provincia”. Da fe, Marcelino Callejas Sanz.

Y parte Pueyrredón para cumplir la que habría de resultar  azarosa misión y procurarle tantas contrariedades y disgustos.

Llega el año 1807, año de grandes preocupaciones y trabajos para los cabildantes de Buenos Aires  y para el escribano Núñez, redactor de sus acuerdos, año de la segunda invasión Inglesa. Don Martín de Álzaga es el Alcalde de primer voto y su presencia y acción, entre los capitulares da marcada orientación a esas labores.

Hasta los niños, felizmente, conocen bien los sucesos de aquel año y la gloriosa Defensa de la ciudad.

El desembarco  de las tropas Inglesas se produce el 28 de julio, esta vez en la Ensenada de Barragán. Se abre un Acuerdo el día 1º de julio, cuyo Acta recién se cierra el día 8 de dicho mes. Los cabildantes permanecen en la Sala Capitular y dependencias del Cabildo, día y noche – así lo han resuelto – “hasta que se decida la acción de rechazo del invasor y Defensa de la ciudad”.

La historia de aquellas jornadas queda prolijamente escrita por Núñez en la relación de los Acuerdos, y nos dirá su biógrafo, José Armando Seco Villalba, en apretada síntesis, que “el relato notarial es un fiel y detallado informe de todo cuanto va sucediendo, alcanzando  a veces el carácter de una descripción apasionante, que permite al lector una viva reconstrucción de los acontecimientos día a día; desfilan -a través de sus asientos- los nombres de los patriotas que se prestan con denodado entusiasmo a librar la batalla contra los Ingleses; las febriles órdenes y providencias del Alcalde de primer voto; la intimación de rendición del general Inglés y la respuesta contundente de defender la plaza hasta la muerte; las comunicaciones de Liniers participando la desgraciada acción en los Corrales de Miserere; la preparación de la defensa desde las azoteas de las casas, las barricadas y el trabajo de los esclavos abriendo fosos en las calles de acceso; los tiroteos de guerrillas, la distribución de armas y municiones y hasta la pequeña anécdota en medio del apuro y la afligente situación; las atrocidades y el pillaje del enemigo en su primer contacto con la población del aledaño; la introducción de ganado a la ciudad para el alimento de la tropa y la población; la segunda intimación del general Inglés para el día 4 de julio y la respuesta de puño y letra de Liniers proclamando que “mientras tenga municiones y exista el mismo espíritu que anima a toda esta guarnición y vecindario, jamás admitiré propuesta alguna de entregar el puesto que me está confiado”. Mientras el combate de guerrillas continúa causando bajas de uno y otro lado; el acta consigna la caída de la noche y el comienzo  del nuevo día, sin que en nada se altere – dice Seco Villalba – el estilo y el sereno relato de los hechos de que da cuenta nuestro biografiado”

La parte final del acta de Núñez, consigna: “Hasta que asombrados ya  los contrarios de la resistencia  de la Plaza y estragos que han padecido sus tropas, procuran buscar asilo y escapar,  viéndose desde la torre del Cabildo correr precipitadamente a refugiarse en los puntos de que habían antes tomado posesión”.

Se produce el 7 de julio la capitulación de las fuerzas invasoras.

Eclosión triunfal en las calles de la alegría popular, mientras las campanas de todos los templos repican a gloria.

Está conmovido sin duda el Escribano del Cabildo, que en una pequeña crónica asentada en el acta correspondiente a la jornada, escribe estas palabras: “La plaza Mayor ha presentado en esta hora el espectáculo mas tierno y lisonjero”.

El acta iniciada el día 1º de julio se concluyó el día 8 del mismo mes. En ella se recogen las múltiples resoluciones tomadas por los cabildantes para celebrar la extraordinaria victoria y poner orden en las cosas de la ciudad rescatada.

Núñez, además de sus tareas de Escribano del Cabildo, había actuado ese año, reiteradamente, como asesor jurídico del mismo. De ahí que el Ayuntamiento resuelva premiar su relevante actuación. El 28 de septiembre le hace  una gratificación en dinero por aquellos trabajos sobresalientes, como anticipo de una retribución mayor. Pero hace más el Cabildo: reconoció sus merecimientos durante las difíciles horas de la batalla, con la resolución adoptada el 22 de diciembre, por la cual interpuso el I. C. su valimiento ante su Majestad, suplicando premie el mérito de su escribano abogado el licenciado Justo José Núñez con una Toga en esta Real Audiencia “si no hay inconvenientes para ello por ser natural y vecino de esta ciudad”.

Los últimos meses de ese año y los primeros de 1808 ocupan la atención del Cabildo los anuncios de una tercera invasión inglesa y los preparativos para enfrentarla; pero esa invasión no llega a producirse, como sabemos. (Se producen, si, desencuentros entre el Cabildo y el gobernador y capitán general son Santiago Liniers). Registra Núñez en sus actas que el Cabildo propone medidas preventivas de defensa ante el peligro de aquella anunciada invasión y pide la expulsión de extranjeros ingleses, angloamericanos, irlandeses y de cualesquiera otros sospechosos. Ese año – como el anterior – ha sido elegido Alcalde de primer voto  – contra su manifiesta oposición – don Martín de Álzaga, quien ha solicitado se lo libere de la responsabilidad del cargo. No fue oído. Y su elección fue confirmada por el gobernador y capitán general, don Santiago de Liniers.

Sigue registrando prolijamente en el libro de Acuerdos sus Actas el licenciado Núñez. No podemos seguirlo en detalle. Ya hemos señalado su actuación durante las inversiones Inglesas, que es lo que nos habíamos propuesto.

A 200 años de los episodios reseñados, nos ha parecido saludable compartir con Uds. un ejercicio reflexivo, un intento de sano revisionismo, para superar la mera visión de efeméride escolar en que se ha congelado a las invasiones inglesas.

La Historia se torna más madura, veraz y confiable, cuanto más se la revisa, cuanto más se duda de un “punto final” respecto de cualquier acontecimiento, aún de los más lejanos, como el que hoy nos ocupa.

Esta es nuestra humilde contribución a este Ciclo sobre la Historia Argentina camino del Bicentenario.

Muchas gracias.

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