La escalada armamentista en América Latina, el despliegue de bases en Colombia y los acontecimientos de Honduras, revierten la imagen de una zona de paz y democracia que se construyó, laboriosamente, durante los últimos 25 años. Este artículo pretende examinar uno de los aspectos más relevantes y menos estudiados de la gestión de Gobierno de Raúl Alfonsín: su Política Exterior. Lo intentamos con la única autoridad que nos concede haber servido en su Administración, en esa área, y considerar que los lineamientos esenciales de su política, pueden servir de referencia para enfrentar las amenazas actuales a la democracia y la paz regional.
EL CONTEXTO
En 1983 resultaba difícil reconocer los rasgos del orden internacional de una década atrás. La distensión, que venía siendo erosionada desde mediados de los setentas, había dejado paso a los perfiles de una “Nueva Guerra Fría”. Desde el ascenso de la Administración Reagan, se inaugura un ciclo de restauración del poder norteamericano en todos los campos. Comienza a forjarse el unilateralismo hegemónico que diluía los progresos logrados por la multipolaridad, durante la década anterior. El aluvión de petrodólares que fluyó hacia EE.UU. permitió financiar una formidable ofensiva militar dirigida a llevar la confrontación con la Unión Soviética a un terreno donde, la URSS, viera agotadas sus posibilidades de mantener el equilibrio militar y colapsara económicamente.
El recrudecimiento del conflicto Este-Oeste, expresado en el clima de confrontación de las superpotencias, sorprende a América Latina embarcada en un proceso caracterizado por dos factores: la democratización y la crisis estructural de sus economías.
El primer elemento, la democratización, aparecía como una tendencia hemisférica producto de la declinación de la amenaza comunista en la región combinada con el fracaso del militarismo institucional, su pérdida de valor estratégico y su alto costo político y social.
Sin embargo, este reflujo de los regímenes autoritarios que, en diez años, transformaría el mapa político de la región, se daba en el marco de la crisis de la deuda (que estalló en México en 1982), un fuerte deterioro del aparato productivo, caída del producto y la inversión, configurando un escenario que llevaría a calificar a los 80 como la “década perdida” para América Latina.
La extraña combinación de estancamiento económico con resurgimiento de libertades políticas y civiles, colocó en el primer plano del debate la cuestión de la supervivencia de lo que se dio en llamar “las democracias pobres de América Latina”.
En el caso de la Argentina el advenimiento de la democracia, en 1983, la convertía en una ínsula rodeada de regímenes autoritarios: Brasil, Uruguay, Paraguay, Bolivia, Perú y Chile, por nombrar el entorno más cercano, continuaban bajo regímenes que observaban con hostilidad y desconfianza el desarrollo de una experiencia democrática en América del Sur.
Si a ello se agrega que el recrudecimiento del conflicto Este-Oeste se había trasladado con enorme intensidad a Centro-América, involucrando a Nicaragua, El Salvador, Guatemala y, por supuesto, Cuba, el panorama para la joven democracia argentina no era muy prometedor.
Esas eran las condiciones en que se produce el advenimiento de la democracia en Argentina y Raúl Alfonsín toma las riendas de la política exterior. Un atmósfera hostil de recrudecimiento del conflicto Este-Oeste; Ronald Reagan como interlocutor hemisférico; EE.UU. en el rol de potencia hegemónica en el plano militar y la “reaganomics” como receta económica obligada. Rodeada de regímenes autoritarios; con el estallido de la crisis de la deuda externa en 1982; las tasas de interés internacionales por las nubes; conflictos de alta intensidad en Centroamérica y la Argentina –post-Malvinas- considerada un “paria internacional”.
Sin embargo, la política exterior de Raúl Alfonsín pudo revertir las difíciles circunstancias descriptas y construir una presencia regional y mundial, con grados crecientes de autonomía y credibilidad externa.
LA GESTIÓN
En diciembre de 1983 los encargados de conducir la política exterior llegaron al Palacio San Martín con un objetivo muy preciso: recomponer la imagen externa del país y reubicarlo en la escena internacional. En el diseño de esa política, por lo menos en sus tramos iniciales, se destacaba la tendencia a enfocarla desde el ángulo de la consolidación del proceso de transición democrática.
La posición que el Gobierno asumió frente a la crisis centroamericana, fue un elocuente ejemplo de una diplomacia muy sensibilizada por las necesidades internas. La participación en el Grupo de Apoyo a Contadora se ajustaba a definiciones programáticas referidas a la solución pacífica de controversias, defensa del principio de no intervención e igualdad jurídica de los Estados; pero al mismo tiempo se justificaba en la necesidad de impedir una evolución del conflicto que pusiera en un mal trance a los gobiernos democráticos. Como lo reconocía expresamente el Canciller Caputo: “Nosotros nos acercamos al problema de América Central no sólo por una razón de solidaridad con los países hermanos, hay además motivos de interés nacional que nos llevan a una participación activa en los problemas de América Central, puesto que si el conflicto armado viniera a instalarse en la región, sus efectos se propagarían a todo el continente. Desde México a Tierra del Fuego nuestras sociedades se verían conmovidas, polarizadas, radicalizadas. Y sociedades polarizadas y radicalizadas son un atractivo particular para el conflicto.”
Parecidas consideraciones estuvieron presentes en la resolución del conflicto secular con Chile sobre el tema del Beagle. A través de la consulta popular, el Gobierno halló una fórmula que le permitía resolver varios problemas simultáneamente. Por un lado desactivaba un foco de tensión que podía ser usado por sectores internos –empezando por los grupos más intolerantes de las fuerzas armadas- para retener una cuota de poder o con propósitos desestabilizadores. Por otro lado, daba la imagen de una dirigencia racional y prudente que, además de predicar la solución pacífica de los diferendos, la ponía en práctica con verdadero coraje cívico.
Ello contribuía a su prestigio en el exterior, le otorgaba credibilidad a su intención de encarar de la misma forma la controversia sobre Malvinas y le daba autoridad para sostener otras iniciativas, como aquellas vinculadas con la distensión y el desarme. Por fin, a través de una consulta no vinculante, el Gobierno “socializaba” la decisión, minimizaba los riesgos de una eventual crítica “nacionalista” capitalizada por los sectores más conservadores y ofrecía un testimonio de su vocación democrática y participativa.
El retorno de Brasil al orden constitucional fue visto como una circunstancia muy propicia para la consolidación de la vida institucional argentina. La urgencia, para ambos gobiernos, en desmontar viejas hipótesis de conflicto, buscaba transformar el tradicional esquema de confrontación geopolítica en una relación de cooperación. El tema de la deuda externa y sus repercusiones sobre la marcha de la democracia, brindaba una plataforma para la apertura del proceso de integración que comenzó a tomar forma, a fines de 1885, cuando los Presidentes Alfonsín y Sarney se entrevistaron en la Ciudad fronteriza de Iguazú. Revivían, en el encuentro fronterizo, los ecos de la histórica entrevista entre Frondizi y Quadros en Uruguayana, cuyos propósitos de promover el desarrollo común quedaron sepultados bajo dos décadas de estériles confrontaciones en torno al equilibrio del poder militar y la hegemonía regional, entre ambos países.
Alfonsín y Sarney coincidían en los términos del diagnóstico sobre las dificultades por las que atravesaba la región en virtud de los complejos problemas derivados de la deuda externa, el incremento de las prácticas proteccionistas por los países centrales en el comercio internacional, el deterioro permanente de los términos del intercambio y el drenaje de divisas que los servicios de la deuda le imponía a las economías latinoamericanas. Concordaban, además, en la urgente necesidad de que América Latina reforzara su poder de negociación con el resto del mundo, ampliando su autonomía de decisión y evitando que nuestros países permanecieran vulnerables a los efectos de políticas adoptadas sin nuestra participación.
Más allá de las urgencias coyunturales, el nuevo rumbo adoptado por los dos grandes países del Cono Sur tomaba en consideración las transformaciones operadas en la economía mundial. La necesidad de ampliar los espacios económicos y la emergencia de un nuevo paradigma tecnológico-productivo, obligaban a la reformulación de sus estrategias de desarrollo orientándolas hacia una inserción competitiva en el mercado mundial que los obligaba a “sostenerse mutuamente”. A ello se agregaría la percepción de otras tendencias mundiales como el surgimiento de grandes bloques económicos.
Figuras como Helio Jaguaribe resumirían la necesidad de un eje estratégico Brasilia-Buenos Aires, en la necesidad de reemplazar el estéril juego de suma cero, en el que tradicionalmente se habían enfrascado ambos países, por otro de suma positiva que potenciara la cooperación entre ambos que, más que una suma, sería una multiplicación de efectos exponenciales.
Otro tema presente en la agenda del Palacio San Martín, en esos tiempos, fueron las cuestiones referidas a la paz y el desarme, que siempre ocuparon un lugar destacado en la tradición diplomática argentina. El tratado de 1902 con Chile o el Pacto Antibélico de Saavedra Lamas, eran algunos de los títulos históricos con los que habitualmente se respaldaba el derecho a opinar en ésta materia. Perón intentó hacer de su iniciativa por la paz de 1974 un instrumento al servicio del propósito de reinserción internacional y la rehabilitación de la imagen del país. Frondizi e Illia pusieron énfasis en el tema y la representación argentina en la ONU siempre desempeñó un papel positivo en el Comité de Desarme. El Canciller Caputo no hacía más que continuar esa tradición cuando decía: “Aunque seamos ajenos a las mayores causas de las tensiones internacionales sabemos que sus efectos no nos dejarán de lado. Debemos, entonces, actuar como protagonistas en busca de la paz para no sufrir como víctimas de la guerra. No podemos evadirnos con el pretexto de que nuestra influencia es pequeña, así como resultaría inaceptable que quisieran excluirnos por ese motivo…Por otro lado, no hay esfuerzos ni influencias pequeñas cuando se trata de defender la paz, como no las hay en defensa de la libertad y la prosperidad de los hombres y las naciones.”
La carta europea de la diplomacia de Alfonsín estuvo representada inicialmente por un estrecho contacto con la Francia de Mitterand, pero se corporizó en los convenios de asociación preferente con España e Italia. Esto puede explicarse por razones de historia, vínculos étnicos y culturales y afinidad política. Lo cierto, es que las líneas de crédito obtenidas a través de esos Convenios fueron las únicas fuentes bilaterales de ayuda para el desarrollo que el país obtuvo, después de mucho tiempo.
En cuanto a la relación con los EE. UU. Nos remitimos a la opinión de uno de los “argentinólogos” más prestigiosos de ese país, cuya filiación ideológica dista mucho de ser considerada complaciente con el alfonsinismo. Dice Mark Falcoff: “En el caso de las relaciones Argentina-Estados Unidos durante el período de Alfonsín, debo decir que el todo fue mejor que la suma de sus partes. La verdad que por una variedad de razones la relación fue buena. Algunas de esas razones eran contextuales: tanto Reagan como Alfonsín se necesitaban mutuamente. Alfonsín necesitaba el apoyo de Reagan en el Banco Mundial y en el FMI; también necesitaba una señal inequívoca para sus propias fuerzas armadas, en el sentido que un golpe no sería apoyado por Washington. (La misma fue recibida en más de una ocasión, pero particularmente durante el levantamiento de Semana Santa). Por su parte, Reagan necesitaba demostrar su apoyo a Alfonsín de modo de ratificar los propósitos democráticos de sus políticas ante un Congreso, mayoritariamente demócrata, que veía con dudas las políticas de Reagan en otros países como el Salvador y Nicaragua”.
Desde la perspectiva de la Administración Reagan, la Argentina de Alfonsín no era, en absoluto, el más difícil o contencioso de los países latinoamericanos. Recordemos que la Argentina de Alfonsín coincidió cronológicamente con la Cuba de Fidel Castro, la Nicaragua Sandinista, el Perú de Alan García (versión original) y el Panamá de Noriega, cualquiera de los cuáles era mucho menos agradable para los Estados Unidos. En las Naciones Unidas y en los organismos internacionales, los diplomáticos norteamericanos debían por lo general enfrentar una alianza cubano-nicaragüense-peruano-panameña, que frecuentemente incluía a México. Mientras Ecuador y Uruguay eran los países “favoritos” de la administración Reagan, la Argentina era considerada como, fundamentalmente, amistosa.
Durante el período de Alfonsín, las relaciones con Washington también se vieron beneficiadas por la presencia en Washington de un Embajador verdaderamente extraordinario, Lucio García del Solar, quien comprendía con toda claridad cuáles eran los problemas de la relación bilateral y trabajada concienzudamente para profundizar las coincidencias de intereses y minimizar las diferencias. De hecho pocos embajadores latinoamericanos de esa época, disfrutaban de un acceso tan amplio a los círculos más altos de la administración. Pocos, asimismo, lograron ampliar tanto las áreas de cooperación potencial entre ambos países. Parte de ello fue una cuestión de personalidad pero, básicamente, fue profesionalismo y buena diplomacia.
En éste sentido cabría mencionar que la imagen del Canciller Caputo en el Departamento de Estado era la de un interlocutor serio, gozando de la confianza y respeto de sus colegas en Washington.
Amistad y respeto no significaban subordinación. Alfonsín cambió su discurso en los Jardines de la Casa Blanca para responder las tesis de Reagan sobre la resolución del conflicto Centroamericano; se negó a firmar el Tratado de No Proliferación; siguió adelante –a pesar de las presiones- con el Proyecto Cóndor, dio impulso a la investigación e industria nuclear argentina, vendió reactores al exterior y sin embargo logró que la Administración Reagan, en 1985, le vendiera agua pesada a la Comisión Nacional de Energía Atómica.
En el tema Malvinas rehusó declarar el fin de las hostilidades en el Atlántico Sur; estableció acuerdos pesqueros con la Unión Soviética y Bulgaria y ejercitó diferentes mecanismos para refirmar la soberanía argentina sobre las islas y el mar territorial, a la par que lograba el apoyo de la abrumadora mayoría de los países a la causa argentina, tanto en la Asamblea General de la ONU como en el Comité de Descolonización.
Un balance pormenorizado y final de la política exterior de Alfonsín, requeriría extender el análisis y excedería el propósito de ésta nota. Baste decir que, bajo los condicionamientos externos e internos en que asumió el Gobierno, logró reinsertar a la Argentina en el mundo en un marco de autonomía, dignidad, justicia y vocación indiscutible a favor de la paz y la equidad internacionales.
La paz con Chile, la integración con el Brasil y más tarde con toda América del Sur, la posición en la controversia sobre Malvinas, la defensa del desarrollo nuclear argentino, las acciones en materia de paz y desarme, el no alineamiento, las relaciones de respeto y confianza mutua, tanto con las grandes potencias como con el mundo en desarrollo, enlazan su gestión con las mejores tradiciones de la política exterior argentina.
Nos parece que, en las actuales circunstancias, la conducta internacional de Argentina puede encontrar una legítima fuente de inspiración en la política exterior del Gobierno de Raúl Alfonsín, honrando la vocación de democracia, paz e integración regional, cuyas bases ayudó a construir, con la misma pasión que movió todos los actos de su vida.