¿Cuál es la naturaleza del proceso actual de integración regional? ¿Un acuerdo arancelario tendiente a fomentar el libre comercio como la ALALC (1961), transformado luego en ALADI (1980)? ¿Un acuerdo comercial tendiente a establecer una unión aduanera y, eventualmente, un mercado común, como el PACTO ANDINO (1960) y el MERCOSUR (1991)?
O, como nosotros pensamos, el UNASUR (2004), nacido como alternativa al intento de imposición del ALCA, asume una naturaleza geopolítica, que incluye -además de los aspectos de integración económica y comercial- proyectos de integración física en materia de transportes, energía y comunicaciones (IIRSA), un Consejo de Defensa Sudamericano (CDS), un organismo financiero propio como el Banco del Sur, mecanismos de Consulta y Decisión Política (Consejo de Jefes de Estado y de Gobierno y un Consejo de Ministros de Relaciones Exteriores), además de acuerdos de integración en materia de educación, cultura, políticas científicas y tecnológicas. Todos estos factores lo convierten en un proyecto Geopolítico, que excede la mera integración comercial, aumentando el poder de negociación de la región en el tablero mundial y le permite una inserción en el mundo en condición de actor sustantivo del sistema internacional.
Si admitimos que la premisa enunciada es correcta, la pregunta que se impone es la siguiente:¿Cuál es el ámbito geográfico y político de nuestra integración? ¿América Latina o Sudamérica? Esta pregunta pocas veces formulada, menos aún aclarada, nos induce a usar ambos términos, como el todo y la parte o, simplemente, como equivalentes. Esta nota se propone introducir una diferenciación entre ambas expresiones, a partir del origen y la etimología de cada una. América Latina es un concepto creado como instrumento cultural y defensivo frente al expansionismo anglo-sajón de América del Norte. En cambio, Sudamérica es una realidad geopolítica, producto de la contigüidad geográfica y territorial, por tanto, constituye el marco espacial, político y económico de la integración regional.
I).- LA INVENCIÓN DE AMÉRICA LATINA
Hegel, en sus lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal había resaltado el contraste entre dos Américas. La América del Norte, emprendedora, expresión del Espíritu objetivo y, por añadidura, sujeto de la Historia Universal. En cambio, América del Sur se le aparecía a Hegel como un puro hecho de la geografía que no había sido tocada por el Espíritu y vivía, por tanto, en estado de naturaleza, ajena a la dialéctica del Espíritu y al margen de la Historia Universal.
El veía solo dos Américas, del Norte y del Sur, que entrarían en conflicto cuando el poder civilizatorio del Norte se expandiera, constituyéndose en la fuerza a través de la cual la Historia Universal debiera manifestarse. Al conquistar el sur del continente, le posibilitaría emerger de su estado de pura geografía, de pura naturaleza, para integrarlo a la dialéctica de la Historia Universal.
¿Cuando aparece, entonces, el término América Latina?
Fue el pensador y político chileno Francisco Bilbao Barquín (1823-1865) quien en una conferencia en París (1856) usó por primera vez el término “América Latina”, incluyendo a México y América Central.
Francisco Bilbao pronunció esa conferencia en París tras enterarse que el Presidente de EE.UU. Franklin Pierce había reconocido al gobierno instalado en Nicaragua por el filibustero William Walker, como el gobierno legítimo de esa Nación. De modo que, para Bilbao, lo que tenían en común los latinoamericanos no era una común “cultura latina” sino un “enemigo” común, poderoso y expansivo.
Ese mismo año de 1856, el escritor colombiano José María Torres Caicedo, usa el término América Latina, en su poema “Las dos Américas”, que en una de sus estrofas dice:
“La raza de la América Latina,
Al frente tiene la sajona raza,
Enemiga mortal que ya amenaza
Su libertad destruir y su pendón”.
El término América Latina fue apoyado por el Imperio Francés de Napoleón III durante la invasión francesa a México, que había entronizado al Archiduque Fernando Maximiliano, hermano del Emperador de Austria. El propósito de Napoleón III era construir un Imperio Latino, en oposición a la Gran Bretaña y como forma de incluir a Francia entre los países con influencia en América. Así podrían, al mismo tiempo, excluir a los sajones y separar a Iberoamérica de sus ex metrópolis.
Sin embargo, es totalmente incorrecto el uso del adjetivo latino, que corresponde inherentemente a la zona de Italia designada por tal nombre en la época de la Antigua Roma (Latium), hoy Lazio. Posteriormente, y por interés francés, este significado fue extendido a cualquier parlante de una lengua derivada del latín, cuando normalmente esta referencia es a las lenguas romances (derivadas del latín romano).
En suma, cuando Bilbao inventó América Latina, no la veía como una fraternidad cultural, sino como un proyecto defensivo. La única posibilidad que tenían los países, al sur del Rio Grande, de enfrentar a una potencia económica y militar como la norteamericana.
Finalmente, el término América Latina ganó fuerza cuando las instituciones multilaterales del sistema de la ONU lo adoptaron, después de la segunda guerra mundial.
II) LA REALIDAD GEOPOLÍTICA DE AMÉRICA DEL SUR
Si observamos el mapa de América del Sur ésta se nos representa como un triángulo invertido, rodeado por tres importantes masas de agua: los océanos Pacífico y Atlántico y el mar Caribe. A su vez, ese espacio está quebrado por tres cadenas montañosas: los Andes, el Planalto brasileño y el macizo de las Guyanas; y, finalmente, aparece atravesado por tres grandes ríos que desembocan en el Océano Atlántico: el Orinoco, el Amazonas y el Plata, unidos por una vasta planicie interior que necesariamente debe conectarse. La organización del espacio en este hinterland continental, su integración política, física, económica, social y cultural, representa el gran desafío geopolítico que nos plantea el siglo XXI.
Históricamente la conquista y colonización de América coincidió con el período de expansión y hegemonía del transporte y comercio marítimo internacional. Esa herencia colonial configuró a América del Sur como un sistema de puertos con una matriz de desarrollo perimetral, concentrada sobre sus litorales marítimos. Desde Puerto Cabello a Buenos Aires y desde Valparaíso a Santa Marta el desarrollo se centró en los litorales oceánicos postergando las regiones mediterráneas y configurando un modelo de desarrollo dual o desigual, que transcurridas cinco centurias no ha sido revertido.
Al ingresar al nuevo siglo se impone el replanteo de una visión estratégica, prospectiva e integradora, que nos permita recuperar la dimensión geográfica, la importancia de la organización del espacio y de la infraestructura física, como elemento articulador de la integración regional. En suma, tenemos que recomponer lo que la historia y la geografía habían unido y la balcanización política ha fragmentado.
En esta tarea, puede ser de gran ayuda la Geopolítica, disciplina tratada con desdén por las ciencias sociales contemporáneas, cuyo status científico y académico exige una urgente revalorización. La actual atmósfera de pensamiento “cortoplacista” debe ceder paso al pensamiento estratégico, reconociendo que no podemos abordar el desarrollo, la integración regional y nuestra inserción en el mundo si no incorporamos a nuestra estrategia los factores geopolíticos.
Este tipo de debates ha estado ausente en nuestro país en las últimas décadas. Ya en 1923, el Contralmirante Segundo Storni, en su libro “Intereses Argentinos en el Mar”, planteaba el dilema sobre si Argentina era un país insular o peninsular. Según la doctrina Storni, Argentina era una isla situada en el extremo del hemisferio marítimo, cuyos mercados eran transoceánicos y su principal vinculación con el mundo era el Atlántico, al que llamaban “el Océano de la Civilización”. En esta tesis, salvo con Chile y Uruguay, los límites internacionales de Argentina constituían un verdadero foso separador del continente, del cual nuestro país se colgaba sostenido por dos cuerdas que eran sus respectivas fajas costeras: una la del litoral Atlántico uruguayo-brasileño y la otra la del litoral Pacífico del norte de Chile y Perú. A su vez, la cordillera de los Andes no era un obstáculo entre Argentina y Chile, ya que ese país compartía la condición insular y servía de contacto de Argentina con el Pacífico. Esta visión, indudablemente, se correspondía con el esquema agro-exportador del crecimiento hacia fuera, basado en el comercio marítimo con Europa y separaba a la Argentina del contexto sudamericano.
En la década de los sesenta, a través de la revista Geopolítica, el Gral. Juan Enrique Guglialmelli, opuso a esa visión de la “Argentina atlántica” la perspectiva de la “Argentina continental”. Sostenía que, a la inversa de su pretendida insularidad, la Argentina tiene una condición peninsular en la más amplia acepción geopolítica del término. Mantiene su condición marítima pero asume su rol continental. Según esta teoría, todo el espacio argentino se articula con los países limítrofes y con la subregión sudamericana a través de sus fronteras y la integración de su infraestructura física y económica, en especial: transportes, energía y comunicaciones. Sostenía, en síntesis, que la Argentina es continental, bimarítima y antártica, lo que la lleva a buscar una integración política, económica y comercial con el resto de América del Sur. Esta visión se corresponde con una idea del desarrollo vinculada a la expansión del mercado interno a nivel subregional y a definir la vinculación con el mundo desde la perspectiva regional o continental.
III) LOS ALCANCES DE LA CONTROVERSIA
El que domina: nomina, dice el dicho. Los franceses L.M. Tisserand y E. Domenech, consolidaron el concepto de América Latina como “le Mexique, le Amérique Centrale et le Amérique du Sud. El concepto de América Latina, usado para mostrar los contrastes con la América del Norte, pasó a integrar el panlatinismo, idea que encubría las pretensiones imperialistas de Francia, y fue instrumentado para legitimar la intervención de Napoleón III en México (1862-1867) y su intento de avanzar sobre Iberoamérica.
Será necesario esperar hasta finales del siglo XIX para encontrar una conciencia que supere los complejos de inferioridad respecto de las ambiciones imperiales. Esa conciencia reivindicadora de lo autóctono se transformará rápidamente en reacción de nuevos intelectuales como José Martí (Nuestra América, 1891), Rubén Darío (El triunfo de Calibán, 1898) y José Enrique Rodó (Ariel, 1900), que prefigurarían las disputas dialécticas del Siglo XX, denunciando el carácter “euro-centrista” del concepto de América Latina.
José Martí es un claro y lúcido ejemplo de esta reacción contra la tradición europeísta –más que europea- que negaba al indio, al americano y al negro, y en cambio alababa o imitaba lo europeo y lo norteamericano. “Cree el soberbio que la tierra le fue hecha para servirle de pedestal, porque tiene la pluma fácil o la palabra de colores, y acusa de incapaz e irremediable a su república nativa”. Y poco más adelante expresa su toma de conciencia sobre la inutilidad del remedio de los intelectuales y reformadores latinoamericanos: “La incapacidad no está en el país naciente que adopta formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que quieren regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos y diecinueve siglos de monarquía en Francia”.
Como concesión ante esas críticas, en la actualidad se utilizan palabras como “Hemisferio”, “Hemisferio Occidental” o “Las Américas”, en plural. Estos términos han sido inventados por los estadounidenses para apropiarse del nombre “América” con fines hegemónicos, ya perfilados en la Doctrina Monroe. Es cuestionable el uso del término “hemisferio”, pues puede referirse a cualquier parte del mundo. Lo mismo ocurre con Hemisferio Occidental (porque refiere al occidente de Europa) omitiendo que, invirtiendo la mirada, es el oriente de Asia, lo que implica la disolución de la propia identidad americana.
Va cobrando fuerza en ámbitos internacionales una nueva postura teórica sobre el concepto de América Latina, que se vincula más a aspectos sociológicos, lingüísticos y culturales. Se lo entiende como un espacio geográfico y temporal en el que prevalecen pautas culturales comunes, las cuales pueden incluir la utilización de lenguas determinadas. En este sentido, los partidarios de esta postura entienden que países del Caribe, Centro y Sudamérica como Jamaica, Surinam o Guyana son parte de América Latina, diferenciándose de las prácticas de las naciones de la América Anglosajona. Por el contrario la región francófona de Canadá, pese a que su lengua madre es el francés (una lengua latina) debe ser incluida en la América del Norte.
IV) LA INTEGRACIÓN COMO ESPACIO GEOPOLÍTICO
Hoy, al igual que en el siglo XIX, hay dos Américas. Desde el Destino Manifiesto y la Doctrina Monroe, los EE.UU. se apropiaron de más de la mitad del territorio mexicano, Puerto Rico y Cuba, apoyados en instrumentos como la Enmienda Platt. Aunque el México residual y Cuba sean hoy estados independientes, Puerto Rico es un estado libre asociado de EE.UU. que debate, todavía, la estatidad plena.
Hacia inicios del siglo XX, EE.UU. reconocía hacia el Sur una doble frontera. La primera los 3.000 kms. que lo separan de México, la segunda la zona que se extiende al Sur del Canal de Panamá, al que se segregó de Colombia, tomando la región del Darién como un foso separador de América del Sur.
En suma, América del Norte bajo el liderazgo de EE.UU., incorporó a México, Centro América y Caribe como su zona de seguridad estratégica, situación que se ha mantenido sin cambios, excepto para los casos de Cuba y Nicaragua. Pero se ha reforzado a través del NAFTA que incorpora a México en un bloque comercial con EE.UU. y Canadá; a través del Plan Colombia, que le ha permitido extender sus bases militares en ese país para monitorear la Amazonía, y el resto de la América del Sur a través de bases militares en Perú, Chile y la base aérea Mariscal Estigarribia en Paraguay.
Como se puede apreciar América del Norte extiende geopolíticamente su área de seguridad estratégica incluyendo a México, Centroamérica y Caribe. La otra América, es la América del Sur. El destino de ésta última es detener la expansión militar, política y económica de Los EE.UU., consolidando el UNASUR como instrumento de integración y la Comunidad de Estados Latino Americanos y del Caribe (CELAC), como organismo de seguridad regional para reemplazar a la OEA. Ésta última no dejaría de existir, pero quedaría reducida a arbitrar las controversias que pudieran plantearse entre el bloque Latinoamericano y del Caribe con EE.UU. y Canadá.
En consecuencia, el interrogante planteado en el título de ésta nota no admite otra respuesta: nuestro espacio geopolítico de integración es América del Sur. Compuesta por doce Estados, dentro de un espacio contiguo, con una población cercana a los 400 millones de habitantes, que equivale al 70% de toda América Latina y al 6% de la población mundial. Con una integración lingüística, donde predominan el español y el portugués. Dotada de una de las mayores reservas de agua dulce y biodiversidad del planeta, más allá de las inmensas riquezas en recursos minerales, pesca y agricultura. Su territorio abarca casi 18 millones de kilómetros cuadrados (el doble de los EE.UU.) y un PBI del orden de los 4.095.212 millones de dólares (Unctad, 2011), reúne todas las condiciones para constituirse, en un par de décadas, en uno de los bloques políticos y económicos más importantes del planeta.
Esta tarea de construir la integración sudamericana no está exenta de amenazas. Por un lado EE.UU., ante el fracaso del ALCA, ha buscado debilitar la unidad sudamericana a través de los Tratados de Libre Comercio (TLC) que tiene firmados con Chile, Perú y Colombia, al que se agrega el que ya tenía con México. Esos cuatro países han formado la llamada “Alianza del Pacífico”, para contraponerla al eje Atlántico formado, esencialmente, por Venezuela, Brasil y Argentina, junto a Uruguay, Paraguay, Bolivia y Ecuador.
El comercio entre México, Chile, Colombia y Perú es –prácticamente- inexistente. Por lo que dicha “Alianza” se explica en el exclusivo interés de EE.UU. por ingresar libremente a esos mercados colocando sus productos y servicios estratégicos: financieros, informáticos, comunicacionales, energéticos y sus políticas sobre patentes, propiedad intelectual sobre intangibles y tecnologías de punta.
Ante el fracaso de la OMC para concluir la Ronda de Doha, EE.UU. reorienta su estrategia geopolítica y comercial hacia el Pacífico a través del Trans-Pacific-Partnership (TPP), utilizando los acuerdos interregionales como la “Alianza del Pacífico”, como instrumento geopolítico para mantener flotando sobre nuestra región el fantasma del ALCA.
En la vertiente o arco del Atlántico tenemos la locomotora que representa Brasil, por sí solo un enorme espacio económico, que integra el Grupo de los BRICS o países emergentes, destinados a jugar un rol fundamental en el rediseño del orden internacional. Si a ello le agregamos un país como Venezuela que cuenta con la segunda mayor reserva de petróleo y gas a escala mundial; Ecuador otro país rico en minería y combustibles; Uruguay importante exportador de productos agrarios y servicios de diferente clase, entre ellos, los portuarios; el Paraguay y Bolivia (con su enorme reservorio de gas) con una ubicación geoestratégica fundamental en el hinterland de Sudamérica. La posición de Argentina, país agroindustrial de desarrollo intermedio, no admite dudas: la integración en el UNASUR no es un proceso es un DESTINO.
Quiero cerrar esta nota con la evocación de uno de los más grandes hombres públicos de la Argentina: Juan Bautista Alberdi. En el siglo XIX el siempre habló de América del Sur y fue este concepto y no el de América Latina el que orientó la formulación de sus Bases para la Constitución Argentina. El ilustre tucumano entendía que había dos Américas, distintas no tanto por sus orígenes étnicos o idiomáticos, sino por determinación de la geografía y la historia.
Como afirmamos anteriormente, la gran tarea inconclusa de América del Sur, que debe consumarse en este Siglo XXI, es integrar lo que la geografía y la historia han unido y la política colonial ha fragmentado.
Como afirmaba Manuel Ugarte: frente a los Estados Unidos de América del Norte, hay que construir los Estados Unidos de América del Sur.
Esa es la misión de las nuevas generaciones que empieza a tomar forma a través de UNASUR y CELAC, para que no se cumpla el sombrío pronóstico de Hegel y la América del Sur se incorpore, por el esfuerzo de sus pueblos, su tradición espiritual y en condiciones de soberanía política, a la dialéctica de la Historia Universal.
Por José Miguel Amiune